El paro cívico que unió al gobierno y todo un pueblo

*Carlos Eduardo Jaramillo, historiador tolimense.
En la historia de Ibagué no existe un hecho tan trascendente e importante que muestre a Colombia y el mundo la unidad de un pueblo y su dirigencia social y política, como el acaecido en los primeros años de la década 1940 – 1949. He aquí un fundamentado relato que nos rememora este inolvidable hecho.
Desde mediados de la década de los años 30, el Municipio de Ibagué estaba luchando por la construcción de un aeropuerto y de unas nuevas instalaciones para el Ejército. Se quería así integrar más la capital del departamento con el resto del país, dotándola de conexión aérea e igualmente recuperar el extenso e importante lote que sirve de cuartel, ubicado en el centro mismo de la ciudad, en una zona de gran potencial comercial frente a la plaza de mercado, que es un dinámico motor de la economía local.
Con el objeto de viabilizar estas dos aspiraciones ciudadanas se habían cedido dos terrenos: uno en el sitio de Picaleña para la construcción del campo aéreo y otro para los cuarteles ubicado en el sitio de La Esmeralda, sobre la carretera que desde 1930 conecta con la ciudad de Armenia.
El Municipio cede los lotes y destina recursos sin que el Ministerio de Guerra gire las apropiaciones fiscales correspondientes.
Para inicios de la década de los 40 y ante la presión de la ciudadanía y del gobierno Seccional, se logra una respuesta del Ministerio de Guerra en la que éste comunica que, a juicio de los técnicos militares, el lote que se les ha otorgado no estaba, ni bien situado, ni tenía las dimensiones necesarias. El impase se soluciona momentáneamente adjudicando más tierras en la zona escogida, hasta completarles 90 hectáreas, y adicionando nuevas partidas del erario Municipal. Al parecer nada de esto satisface a los militares, pues el tiempo sigue pasando sin que las obras se inicien.
Esta situación da inicio a una polémica pública, cada vez más aguda, al punto que la Asamblea decide votar un paro cívico, idea recibida con beneplácito por todos los tolimenses.
La decisión de realizar un paro cívico para protestar y presionar al Ministerio de Guerra y al ejército para que inicien las obras del nuevo cuartel, se da en momentos en que el ambiente nacional estaba caldeado y maleado por la represión sistemática y sangrienta de las protestas populares que venía realizando el gobierno. Dichas protestas se habían multiplicado en consonancia con el deterioro creciente de la situación económica que, desde el inicio de la Segunda Guerra Mundial, había empezado a vivir uno de sus períodos más difíciles. La situación se fortalece con los efectos internos de la ‘contra marcha’ emprendida por López, y con la incapacidad y amoralidad creciente de las autoridades.
Como un último recurso antes de declarar el paro, el Comité Pro – Paro Cívico nombra una comisión para que viaje a Bogotá a mover influencias y a agotar los recursos legales. La comisión estaba conformada por por liberales, conservadores y comunistas: Lino Franco, Personero Municipal, presidente de la delegación; (por la Asamblea), Daniel Valencia, Ismael Santofimio, Pedro Avella; (por el Concejo) Octavio Laserna V, Víctor Morales y Carlos J. Villamarín. En Bogotá, este comité cuenta con el apoyo de personalidades del departamento tales como Darío Echandía, Alfonso Palacio Rudas, Juan Lozano y Lozano, Fabio Lozano T., Mariano Melendro y Aurelio Tobón.
Como resultado de esta gestión, el gobierno crea, a su vez, una comisión para que se desplace hasta Ibagué y estudie sobre el terreno, las soluciones más apropiadas. De ella hacen parte los ministros de Guerra y Obras Públicas.
Es muy probable que el malestar mostrado por el ejército con la solución propuesta por la ciudad haya generado presiones y temores en el alto gobierno, por lo que estos ministros asumen, con evidente desgano, la misión encomendada. El Ministro de Guerra llega a la capital del Tolima, hace algunos desplantes a la ciudadanía y luego, a eso de las 3 p.m, se esfuma. El Ministro de Obras, ni siquiera tiene la delicadeza de llegar a su destino, prefiere quedarse en Girardot para desde allí atender el asunto.
El desaire ministerial manda un mensaje que la ciudadanía interpreta de la peor manera, lo que eleva la tensión social precipitando la declaratoria de paro, cuya fecha se establece para el 7 de junio a las 6 de la mañana. Al llamado de paro responden como un solo hombre, las gentes de toda la ciudad. Los comercios cierran y el transporte se paraliza. La ciudadanía se lanza a las calles y las manifestaciones y los discursos prenden los ánimos. Con las horas y el respaldo popular, el carácter de las arengas se torna cada vez más antigobiernista. La Asamblea vota una partida de $20.000 para ayudar al paro, y la voz del presidente de la Cámara de Representantes, Alfonso Palacio Rudas, se escucha desde los balcones de la Gobernación, censurando la plutocracia, el centralismo, la oligarquía bancaria y el irresponsable manejo que desde Bogotá se hace de las riquezas del país, a más de calificar como irresponsables a los ministros comisionados.
El 7 de junio, el fervor de las gentes es desbordante y la animadversión se ha centralizado en la figura del Ministro de Guerra, general Domingo Espinel. El ejército sale a las calles y trata de impedir las manifestaciones y los corrillos, lo que da origen a los primeros enfrentamientos con la tropa. A esta altura, el respaldo generalizado al paro ha llevado a que el propio gobernador, Alejandro Bernate, recorra las calles de la ciudad a la cabeza de una de las manifestaciones, hecho insólito que el ejército toma como un directo desafío, al que responde extremando la represión: la ciudad es militarizada y se prohibe la libre circulación de los ciudadanos.
Piquetes de soldados cierran accesos y acordonan estratégicas bocacalles, pero la ciudadanía, encendida por los explosivos discursos de sus autoridades civiles y de sus jefes políticos, no cede a la intimidación por lo que masivamente se lanza en desfile a través de las calles acordonadas.
(…)
En la tarde, y haciendo uso de sus tradicionales recursos histriónicos y carnavalescos, la ciudadanía toma un burro al que le pone quepis, charreteras, y visten de militar, colgándole un gran aviso con el nombre del general Domingo Espinel. Este animal es echado a todo galope en dirección al cuartel, donde es atraído por el pasto que crece a la entrada del mismo. Una desgracia para el pobre animal, pues el ejército, que no está de humor ni entiende de bromas, lo recibe con una descarga de fusilería, ejecutándolo en el acto. Tal era el ambiente crispado que se vivía en esos momentos.
Desde el mismo día 7 el ejército manda refuerzos que, en número de 300, llegan por tren en tanto que por tierra otro grupo de militares ingresa a la ciudad en una columna de 38 camiones. Tal despliegue de fuerza, si bien infunde miedo y aplaca los ánimos, cimenta igualmente la brecha que ya se abre entre el ejército y la ciudadanía.
Ya el día 10, y con la promesa del gobierno de dar pronta solución a las exigencias populares, con cierta lentitud vuelve la calma.
* Sociólogo de la universidad Nacional, máster en Ciencia Política, y graduado con un D.E.A. de la universidad de País.