El monumento de Galarza y la disputa por la memoria

Pierre Edinsson Díaz Pomar
Profesor de la Universidad del Tolima
Por varios lustros la efigie de Andrés López de Galarza ocupó el cruce entre dos de las vías principales de la ciudad de Ibagué. En la crisis producida en el país desde el 28 de abril de 2021, esa efigie fue derrumbada y en la última semana de septiembre en su lugar un grupo de jóvenes instaló un monumento del líder indígena Manuel Quintín Lame. El secretario de Gobierno de la alcaldía rechazó la iniciativa y destruyó el monumento. El cuestionamiento al modo de actuar del funcionario se explicitó de manera inmediata. ¿Cómo entender la conducta del secretario de la alcaldía, así como la acción de poner a Manuel Quintín Lame en el sitio donde permanecía el monumento a Andrés López de Galarza?
En los momentos de crisis la sociedad permite la emersión de verdades profundas y casi siempre inesperadas. Por un lado, el sujeto dominante se afianza en sus símbolos, proyecto político y manera de entender la realidad y la historia. Por el otro – que es el acto de mayor relevancia en los momentos de crisis – el pueblo con su producción artística, discursiva y sus acciones en las calles pone en consideración su mirada sobre el mundo. Al ser lugares de la desigualdad social y económica, las ciudades son sitios de continua disputa y los monumentos no son ajenos a la trifulca urbana.
Aunque es sabido que en el siglo XIX ciertas mutuales, organizaciones artesanales y vecinales por medio de colectas levantaron ciertos bustos y esculturas en zonas periféricas, lo cierto es que la gran mayoría de los bustos, las efigies, las esculturas y las estatuas de próceres y conquistadores ubicadas en los centros y lugares estratégicos urbanos fueron promovidas por partidos políticos, gobiernos municipales, por empresarios, banqueros (y en algunos casos fueron donaciones extranjeras) interesados en exaltar la Conquista y la heroicidad patria como acontecimiento y característica trascendental de la historia patria. Con este objetivo, y sobre la intención ideológica de producir en el pueblo identidad, apropiación y sentido de pertenencia, fue que este reducido sector de la sociedad promovió la aparición de muchos de los monumentos alusivos a la Conquista, la Colonización y la Independencia que siguen ocupando las calles y las plazas centrales de pueblos, ciudades y capitales.
Siendo innegable que la historia de América Latina y de una ciudad como Ibagué está constituida por los procesos de conquista y colonización del siglo XVI, el permanente rechazo de monumentos como el de Andrés López de Galarza de ninguna manera responde a la acción irracional y espontánea de una turba interesada en borrar la historia. En el caso concreto de los monumentos, su intervención y derrumbe producido por la multitud es el cuestionamiento al sentido de los símbolos y sus significados, pues en aquella pieza donde la identidad dominante ve a hombres dignos de ser monumentos y temas a ser monumentalizados, la gente manifestándose en las calles lo rechaza porque observa en dicha pieza a un ser despreciable que simboliza la Conquista, la intromisión, el sometimiento cultural, el genocidio y el despojo.
La permanente intervención en Ibagué al monumento de Galarza evidencia el abismo cultural y simbólico existente entre un sector social empecinado en la monumentalización de la hispanidad heroica y el discurso grandilocuente sobre la Conquista y la Colonia, y la población manifestante que rechaza un símbolo que considera caduco, enemigo de la historia indígena y representante del proyecto político que reivindica la guerra, el encubrimiento y la dominación.
Con lo sucedido en torno al Galarza, la población manifestante se opone a la monumentalización de la Conquista exigiendo que las ciudades sean los lugares donde los símbolos de la historia popular, indígena, la historia de la vida y de sus diversos problemas por fin hagan presencia masiva. En este sentido, la instalación efímera de la representación de Manuel Quintín Lame en el pedestal donde estuvo la efigie de López de Galarza, debe ser entendida no como la acción arrogante de un grupo de jóvenes que desconocen la historia sino como la crítica a la historia impuesta, y también como la invitación a pensar la vida pública y común contra las omisiones, los sectarismos y las exclusiones con las casi siempre las elites y las instituciones han construido y tramitado la memoria urbana.
Con pleno conocimiento de que las estatuas y los monumentos son objetos públicos que identifican y representan no a una ciudad en su totalidad sino a los sujetos que las crean, las usan, las defienden y las re-significan, y a sabiendas de que es imposible posesionar un símbolo que represente e identifique a cada ciudadano/a, organización y grupo social; si las instituciones y sus funcionarios/as no están acordes con las interpretaciones de la colectividad crítica que propone hacer del espacio público el lugar de la expresión de la historia popular, será el tiempo entonces para rechazar la institucionalidad patrimonialista incapaz de reconocer los sesgos programáticos con los que históricamente ha actuado, y será también el tiempo para celebrar la producción crítica de quienes recuerdan que el pueblo, su historia y también la historia de múltiples expresiones de la vida, deben ser temas y motivos que también hagan pensar y recordar –definición sencilla de monumento- en las plazas, en los parques, en los andenes y en las calles.